Cuando uno de tus directores favoritos regresa tras una década de silencio, no puedes evitar contener la respiración. Y si ese director es Wong Kar-wai, el alquimista de los silencios y las pasiones detenidas en un pasillo, uno espera reencontrarse con la vieja música del deseo. Blossoms Shanghai, su primera serie televisiva, parecía prometer esa continuidad. Pero pronto entendemos que no estamos ante Deseando amar 2, ni ante una reedición de 2046. Estamos en otra parte. Y ese desplazamiento duele, aunque también fascina.
Esta no es una continuación: es una obra libre. Una historia de ambición, ascenso y caída en el Shanghái de los años 90, cuando China abrió sus puertas al mercado, al lujo, a la velocidad… pero sin dejar de ser China. Ese contraste —capitalismo sin democracia, dinero sin libertad— se siente en cada encuadre. Y el Sr. Bao, su protagonista, lo resume con brutal honestidad: “Mi corazón pertenece a los negocios”. No al amor. No al misterio. No al otro. Sino al comercio, al poder, a la estrategia.

Aquí ya no hay manos que se buscan sin tocarse en el asiento trasero de un taxi. Ahora hay reproches sobre comisiones impagas. Ya no hay mujeres que surgen entre la bruma como enigmas seductores, sino aliadas o rivales en un tablero económico. La pasión ha sido sustituida por el cálculo. Y, sin embargo, Blossoms Shanghai sigue siendo bella. Wong no ha perdido su pulso para componer imágenes como quien pinta. Hay neones que tiemblan como recuerdos, cortinas que filtran el tiempo, interiores que son altares al artificio.
La música, como siempre, ocupa un lugar esencial. Pero esta vez, algo se quiebra: muchas melodías son rescatadas de sus películas anteriores. Lo que antes era un puente secreto entre historias, ahora suena a eco de sí mismo. A belleza repetida. A pasado sin presente.

Y es que la serie no solo cuenta la historia de Bao. También retrata una ciudad y un país en metamorfosis. Una sociedad que aprende a negociar con dos verdades a la vez: Mao y Wall Street. En una escena, Bao lee Sobre la guerra prolongada de Mao Zedong. No es un detalle menor. Es una advertencia. China está ahí. Observando. Avanzando sin perder de vista el centro. La serie, en ese sentido, también es política. También es un mensaje.
En 2005, tras una serie de reuniones de negocios, visité Shanghái. El skyline me deslumbró: rascacielos como espejismos levantados en una década. Aquella noche, salí del hotel buscando un restaurante con música. El taxista me miró con cierta piedad: “Lo mejor es que vuelva usted al hotel. Hay toque de queda.” Ese episodio me regresó mientras veía la serie. Porque Blossoms Shanghai también habla de ese país que permite que todo brille, pero nunca se olvida de vigilar. Un país que ha domesticado a personajes como el Sr. Bao, y que guarda sus propias pasiones bajo llave.

No es una serie complaciente. No es el Wong que nos hacía llorar con un susurro entre paredes contiguas. Es otro Wong. Más frío, más elegante, más brutal. Pero también más lúcido. Porque quizás —y duele decirlo— ya no hay lugar para aquellos amores que esperaban bajo la lluvia. Quizás el mundo de ayer no ha desaparecido: simplemente ha sido reconvertido en torre de oficinas.
Blossoms Shanghai no nos devuelve aquello que amábamos, pero nos obliga a mirar. A recordar. A entender que el arte también cambia, como las ciudades, como los países, como nosotros. Y que incluso la nostalgia, cuando se administra, puede convertirse en un bien de lujo. Y en su desvío, en su abandono del amor como centro de gravedad, también nos dice que quizás el mundo de ayer —el del deseo lento, la melancolía compartida, los relojes sin hora— ya no existe. Al menos, no aquí.
Hay un momento en que Lili, la femme fatale de la serie, le dice al protagonista:
“Las nuevas historias siempre son más emocionantes.”
Él calla.
Pero uno, desde este lado de la pantalla, le habría respondido:
“No siempre, Lili. No siempre.”
b